Cómo viví desde adentro el clásico del muletazo (y del caño a Yepes)
El 24 de mayo de 2000, un cuarto de siglo atrás, jugué uno de los partidos más recordados de la historia de Boca: el 3-0 contra River por los cuartos de final de la Copa Libertadores.

"¡Vamos, eh, vamos! ¡Vamos a meterle que hoy no podemos perder, eh! ¡Llegamos hasta acá y no vamos a parar ahora! ¿Entendimos?" Las arengas las daba Jorge (Bermúdez), por ahí se metía Oscar (Córdoba), decía algo Martín (Palermo), nada excesivo. Cada uno aportaba una palabra y salíamos con todo. Para ese momento, ya se había acabado la ansiedad. El momento más tenso fue cuando íbamos llegando a la cancha en el micro.
Desde ahí arriba ves a la gente que te grita, que te alienta, te pide, llora. Era la Libertadores después de esperarla tanto tiempo, había que dar vuelta la serie, en un superclásico... Tremendo. Y el clima de las noches de Copa es inigualable. En el vestuario, vas varias veces al baño, y por ahí no tenés ganas, es sólo ansiedad, no sale ni un chorrito. O te agarra hambre: yo con una merienda no hacía nada. Los que no aguantábamos, nos comíamos unas pizzas en la utilería antes de jugar. Carlos sabía todo, se asomaba y seguía de largo, no nos decía nada porque nosotros nos controlábamos también. Cuando hacés la entrada en calor y cuando te metés en la cancha ya está, te olvidaste de todo y pensás solamente en jugar. Ya se te fueron los nervios, la mente se ocupa...
El clima en la semana se había puesto picante con lo que había dicho el Tolo, aquello de que "si Bianchi lo pone a Palermo yo lo pongo a Enzo", pero todo era parte del folclore. Con él había folclore, con Ramón también. Con arella, en cambio, no. Otra personalidad. Al final, Palermo entró y Enzo no, je. Carlos lo mandó a la cancha por lo que significaba su presencia. Por supuesto, no le pidió que corriera a nadie, ni que retrocediera o fuera a apretar.
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Cuando entró Martín, ya estábamos 1-0 y había justo un córner para nosotros. A mí, en las pelotas paradas, me tomaba Berizzo:"Ahora les hacemos otro", le dije, no bien el Locó picó para el área. No les hicimos uno solo, les hicimos dos más. No fue en ese momento sino un ratito después, pero eso era lo que generaba Martín. Nosotros sabíamos que si llegaba una pelota flotadita al área, o quedaba una pelota suelta por ahí, era gol suyo. Si la pelota le llegaba, él siempre iba a hacer algo. Y al mismo tiempo que lo sabíamos para adentro, el rival también lo sentía. La entrada fue una explosión, la cancha se venía abajo, temblaba todo, la gente de los palcos tenía medio cuerpo afuera. Fue un golpe anímico, una inyección. Y creo que en parte fue ese temor de River lo que quedó reflejado en la jugada del gol, como una profecía autocumplida. Fue como si hubiera estado escrito: "Este tipo nos va a hacer un gol". Y lo hizo. Martín tardó en acomodarse para pegarle pero nadie le salió. Retrocedían en el área, y no reaccionaban. Y fue gol. Por favor, ¡qué gol!
Yo nunca fui de festejar muchos los goles, de aparecer en la foto, en general me iba para atrás, a tomar posición en el campo. Pero ese día fui, y lo abracé, y lo abrazamos porque habíamos visto lo que sufría y lo que laburaba en la recuperación: nosotros haciendo fútbol y él en el gimnasio metiéndole, nos miraba y no podía estar. Uno ve el esfuerzo, y encima él hizo todo en tiempo récord porque fueron menos de seis meses. "Vos metele y ponete bien que te necesitamos", le dijo Carlos en las últimas semanas antes de ese día. Fue la película perfecta. Una emoción inolvidable porque Martín, aparte de un tremendo goleador, era un pan de Dios. Fue su vuelta en el momento más caliente, el gol, darle vuelta una serie a River con una goleada... Hay que ganar así un superclásico, eh, nunca se da tanta diferencia.
Nosotros sabíamos que estábamos bien y que lo podíamos ganar a pesar de que hasta ese momento teníamos bajas tremendas, Martín, Chicho... Guillermo también estaba lesionado. Y River tenía a Aimar, Saviola y Angel en su mejor momento. En un clásico las tensiones siempre son diferentes, pero en Boca todo fluía. Carlos siempre nos pidió que no hipotecáramos el partido. Incluso en el entretiempo, cuando íbamos 0 a 0 y quedaban apenas 45 minutos. El decía que teníamos que cuidar que no nos hicieran un gol, porque en ese caso iba a ser otro partido. "Seamos firmes atrás", nos decía. Y pocas veces el equipo quedaba mal parado.
El muletazo

Bianchi tenía esas cosas, aún en los partidos más calientes estaba calmo y nos transmitía esa tranquilidad. No necesitaba gritar. Siempre era la palabra justa, ni de más ni de menos. Nunca lo oí gritar, nunca le hizo falta. Todos sabíamos con una mirada cuándo se podía joder y cuándo había que trabajar. La charla técnica de ese partido, a pesar de todo lo que nos jugábamos, no fue muy diferente de otras. El tenía su canchita, ponía las flechas y daba indicaciones sencillas. Por ejemplo: "Los de afuera pasan, los de adentro marcan". A mí me dijo: "Cristian, vos ocupate de Aimar, pero en zona. Y expeditivo, quitás y se la das a Román, sin complicarte". Nunca nos mandó a hacer persecuciones individuales. Nos pidió que a los rapiditos los marcáramos escalonados y que no defendiéramos en línea por las diagonales que tiraba Ángel. A Román no le decía nada: "Movete por donde quieras". ¡Si él ya sabía lo que tenía que hacer! Ponerme a mí de 5 toda la Copa fue una apuesta brava porque yo había perdido el puesto con Bermúdez, era cuestionado... Le dije: "¿Le parece, Carlos?" Y él me contestó: "Vos jugá, que cualquier cosa me putean a mí". A Carlos le jugué de 4, de 5, de 6, de volante por izquierda, algo que con otros técnicos no hice. Por cómo era él. Te daba confianza y nunca te dejaba a gamba. Yo creo que en la madurez que tenía ese plantel influyó la manera de conducir de Bianchi. No mirábamos videos. Nos podían dar una idea, pero nunca abrumarnos con indicaciones. Él confiaba en nuestra impronta, en que estábamos preparados para resolver sin necesidad de tanta información.
La figura ese 24 de mayo fue Román, que tenía la enorme virtud de destacarse en los partidos importantes. Vos lo veías en la semana: cómo se preparaba, cómo se mentalizaba, se entrenaba con todo, no le daban ningún trato especial ni tampoco lo pedía. Hacíamos la práctica de fútbol y no se la podían sacar. Manejaba los partidos. No hacía falta que dijera "hoy juego yo", todos sabíamos lo que iba a pasar. Lo sentíamos. Tener a Martín y a Román en el equipo era extraordinario porque eran dos genios, cada uno en lo suyo. Vos sabías que Palermo iba a hacer el gol necesario, y que Román iba a manejar la pelota, iba a guardarla, nos iba a hacer jugar a todos. Pero sería injusto quedarse con ellos dos. Así como los tres de arriba eran tan buenos que resolvían ellos, los de abajo era un triángulo de hierro: Córdoba, Bermúdez y Samuel también nos permitían partir el equipo e irnos arriba, los centrales no perdían un mano a mano, aguantaban todo. Y el Negro Ibarra, que de repente te metía un cierre fabuloso, al rato hacía echar a un tipo como Lombardi. Y el Vasco que iba al frente y llegaba siempre al área...
El caño a Yepes

Verlo jugar a Román, estar al lado de él y ver lo que hacía, era tremendo. Yo jugaba con tapones de aluminio de 15, altos, para tener más agarre. Él jugaba con los de goma para poder pisarla todo el tiempo y ¡no se caía! Jamás se resbalaba. El caño de suela a Yepes fue un recurso, absolutamente. No fue una gastada porque nadie en ese equipo era de burlarse del rival. Una sola vez recuerdo que el Turco Husain, todavía en Vélez, lo estaba cagando a patadas a Román, mil le había dado y no le podía sacar la pelota porque él era un especialista en cubrirla. Hasta que después de un golpe más, levantó la pelota y se la mostró, se la dio por si la quería. Pero nadie, absolutamente nadie, gastaba al otro o hacía declaraciones irrespetuosas. Por ahí Guillermo decía alguna cosa por lo bajo en la cancha para hacerlos calentar, pero fuera de eso, nada.
Yo concentraba con Román. Siempre fue un pibe tranquilo. Charlábamos o mirábamos la tele. O por ahí él se quedaba durmiendo y yo bajaba a jugar al pool. Venía el que vendía oro, el de los relojes, el de los celulares... Hablábamos de cualquier cosa menos de fútbol. No vivíamos antes los partidos, no los jugábamos antes porque eso te desgasta. Esa fue otra de las enseñanzas de Bianchi. Y las reuniones se hacían en la habitación. Venía Martín, los pibes... Salvo los colombianos, casi todos. Concentrábamos dos días antes de los partidos en Los Dos Chinos y la zona no daba para salir, así que nos quedábamos adentro. Los viernes alguno llevaba sánguches de milanesa, algo que nunca nos iban a dar de en el menú del hotel, y comíamos. Nos quedábamos hasta tarde jodiendo. El Pato Abbondanzieri siempre fue el más divertido y se la agarraba con los chicos: Suchard Ruiz, el Leche La Paglia... Los salpicaba con el agua caliente del termo de mate y los otros gritaban. Por supuesto que todo el cuerpo técnico estaba al tanto pero no nos jodían. Sabían eso como sabían que los días que entrenábamos doble turno al mediodía armábamos un asado. Alguna vez hemos hecho un lechón. Los más grandes tomábamos alguna cosita, un Gancia con soda y limón. Un día llegó Takahara con una sed que se moría, el estómago vacío, y se bajó un vaso. No lo podíamos levantar para el turno de la tarde. Y ahí no había excusas: en el entrenamiento te rompían todo y había que bancársela.
El Profe Santella, en todos los sentidos, era un fenómeno. Armaba los picados de los días previos donde de un lado atajaba uno de los Melli y del otro Palermo. Era una risa, todos contra todos, utileros, kinesiólogos. El Profe sabía cómo manejar al grupo. Te soltaba un poco la cuerda y después la ajustaba. Y si estabas mal, te levantaba al toque.
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Los días de partido no había activación y muchas veces ni siquiera desayunábamos. Hacíamos mate, íbamos a rescatar abajo algo para comer y recién bajábamos formalmente para el almuerzo. Los domingos, por ahí volvíamos y nos quedábamos en el hotel mirando el partido de la noche. Con Román vivíamos más o menos para el mismo lado, así que parábamos en Pancho 46. Un día, me acuerdo, lo llevamos a Martín. Y a propósito nos metimos en una zona complicada. "¡Sáquenme de acá, qué haceeeen!", gritaba el Loco, sacado.
Ya pasaron 25 años, no lo puedo creer. De la serie con River, de la final con Palmeiras que para mí fue lo más grande, incluso más relevante que River o que el Real Madrid, que fue la frutilla del postre. La verdad, me hubiera gustado ir a la cancha a ver ese equipo como hincha. Yo fui mucho en los tiempos de Pastoriza o de Menotti. Este fue el mejor equipo que recuerde, un equipo de élite, pero no por el brillo de las individualidades sino por lo que era en conjunto. Nunca tuvimos miedo. Cuando fuimos a Japón a jugar con el Real Madrid, Carlos nos avisó: "Es 50 y 50, tenemos los dos las mismas chances". Y con esa mentalidad, el equipo entró a jugar. La única vez que la pasamos realmente mal y ahí sí nos invadió el temor de perder todo fue contra el América de México, el día del 3-1 allá, cuando nos salvó el gol de Samuel.
Es una alegría enorme haber sido parte de todas esas vivencias y estar acá para recordarlas. Cuando salí campeón por primera vez, yo ya estaba hecho. Y al final la vida me dio mucho más. Gracias a los que lo compartieron conmigo, a los que festejaron adentro y afuera. A todos, gracias.
Boca 3 - River 0: el resumen del partido

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